Porrúa y el ritual de esbillar el maíz

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Porrúa esbilla el maíz

Coyer, escoyer, hacer gaviella, esbillar, apurrir, enriestrar… Fueron labores asociadas a la recogida del maíz, el cereal que tiempo atrás sirvió para quitar el hambre a decenas de familias. En Porrúa (Llanes) son términos muy comunes que en pocas casas han olvidado. Y para que no sean sólo palabras asociadas a las labores de padres y abuelos, este fin de semana desde la Asociación Cultural Llacín decidieron darles todo su sentido y ponerlas en práctica. Porque no hay mejor manera de reconocer la realidad que viviéndola.

Es curioso como el tiempo apacigua los sentimientos y lo que un día era una tarea ardua, hoy es algo que no quieren olvidar.

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No hace tantos años, los vecinos se unían para ayudar a la familia que en ese momento estuviera recogiendo la cosecha. Primero iban a la tierra a cortar y coger, después escogían de aquellos panizos las panoyas, luego las mujeres les quitaban gran parte de las hojas hasta dejar el cereal despejado con sólo tres o cuatro de sus hojas vueltas hacia atrás. Terminada aquella labor, se metían en carpanchos, y los pequeños se las acercaban a los grandes, siempre hombres, para que, valiéndose de un alambre central, ir amarrándolas hasta dejar una columna bien cargada de maíz, la riestra. Aquello secaría en el desván o en el hórreo, quien lo tuviera, y una vez listo, serviría para hacer harina de la que se harían tortos, boronas y otros platos que junto con las alubias y las patatas fueron el sustento durante tantos años…

No hubo ni un solo paso que este fin de semana no se diera en Porrúa. Con mujeres, niños y hombres. Cada uno cumpliendo su misión. Pero con tintes distintos a los de antes. Porque ahora no es un trabajo, es una tradición que los porruanos se empeñan en conservar. Y es que nada mejor que recordar de dónde venimos, para saber quiénes somos. Y nadie mejor que un porruano para convertir una tradición en cultura.

Hubo galletucas y Sansón, y también empanadas, tortillas, embutidos y un sinfín de viandas que llegaron de unas cuantas cocinas de Porrúa con el único fin de recordar como sus padres y abuelos, incluso algunos de los que allí estaban, hacían unos cuantos años atrás. Con el único fin de recordar.

Es curioso como el tiempo apacigua los sentimientos y lo que un día era una tarea ardua, hoy es algo que no quieren olvidar. Cuando Reinaldo Romano, Ramón Amieva, José Luis Meré, Fernando González y Manolo Otero eran unos guajucos, sus respectivas familias les criaban y subsistían de lo que daba el campo. “Lo único bueno de aquella época del maíz era cuando llegaba la esbilla y veías a las mujeres cantando, hartas de trabajar, cansadas, sin parar de hacer, pero alegres y cantando”. Y luego, “la peresbilla, que ya acaban de alegrarse comiendo con todos los vecinos unas galletucas con un poco de Sansón o vino dulce del que hubiera”. Lo dice Reinaldo Romano, sin quitar ojo al hórreo del Llacín, donde sus compañeros de andanzas infantiles, que hoy rondan los 70 años, siguen con la tarea de enriestrar que aprendieron de sus padres, abuelos y vecinos.

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“Ahora lo hacemos porque nos gusta, porque Maite (Lobeto) nos dijo que si queríamos colaborar y con mucho gusto aceptamos”, reconoce. “Era un trabajo, es verdad, pero hoy se está perdiendo porque el maíz ahora sólo se planta para el ganado. Antes, es verdad, no nos gustaba nada porque había mucha tarea, pero ahora nos gusta hacerlo y, sobre todo, enseñarlo”, asume Romano.

Él y sus amigos, un puñado de niños, y unas cuantas mujeres habían acudido la víspera –aprovechando una bocana del mal tiempo- para ir a coyer maíz a L’Ería’l Pozu donde Kike Romano, a sabiendas de lo que en el Llacín iban a convocar en el futuro, había reservado parte de su maíz para secarlo y donarlo a la quedada de la iniciativa que bautizaron como la “Esbilla”. Allí cogieron y escogieron, hicieron gavillas y cargaron “unos treinta sacos de panoyas” que trasladaron en tractor hasta el pueblo.

Al día siguiente, cuando la lluvia era incesante, las mujeres se pusieron manos a la obra. Entre cancios, esbillaron sin descanso en una labor que, de verla, parece sencilla, pero que tiene mucho de práctica para conseguir el ritmo de deshojar que ellas tenían entre sus dedos. Los más pequeños, pocos para el gusto de Reinaldo, hicieron su parte.

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Grandes, pequeños, muyeres y hombres se apuntaron a la iniciativa.

“Me acuerdo cuando críos que siempre nos andaban dando voces los grandes ‘¡a ver, guaje, echa pa acá de una vez el carpanchu, apurre deprisa que no acabamos hoy!”, rememora Reinaldo con una sonrisa y un brillo especial, el que añora un tiempo que en su día no sabía que valoraría tanto. “A mí me hubiera gustado que todos los muchachos participaran de esto, pa que sepan cómo fueron las cosas un día”, asume.

El proceso previo a apurrir y enriestrar, era el de escoyer. “Las panoyas más roinas se echaban a los gochos pa engordarlos o a las vacas. Las grandes, eran las que se enriestraban pa tortos y borona”, apunta Romano. Y esas fueron las que escogieron para hacer las riestras que ahora lucen en el hórreo del Llacín para orgullo de quienes las han hecho y sorpresa de quienes lo visitan.

Lo que no sabrán quienes lo vean, serán lo que sucedió después de que Reinaldo y la cuadrilla acabaran con la tarea para ir, raudos, a participar de la peresbilla. Hubo galletucas y Sansón, y también empanadas, tortillas, embutidos y un sinfín de viandas que llegaron de unas cuantas cocinas de Porrúa con el único fin de recordar como sus padres y abuelos, incluso algunos de los que allí estaban, hacían unos cuantos años atrás. Con el único fin de recordar.

Bailes, gaitas y tambores improvisados con latas de pimentón sirvieron para dar cuenta de una peresbilla que nunca soñaron los viejos de Porrúa cuando les valía con juntarse para poner fin a una jornada de trabajo intensa. Eso sí, sin perder la alegría. Y, como apunta Reinaldo, “con las mujeres, aunque hartas de trabayar, bien alegres”.

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