LUCIANO HEVIA NORIEGA

Mi ciudad

He paseado por La Rambla abrazado a personas a las que quiero, me he emborrachado, he reído y me he enfadado ante algún clavel recibido

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Barcelona mi ciudad

Es mi ciudad. No la única. Ni siquiera la preferida. Pero he vivido en ella durante casi nueve años, más que en ningún otro sitio, exceptuando Arriondas. Allí he sido feliz y allí se me abrieron puertas que en otros sitios se cerraban. Casi todos los viernes practicaba un ritual consistente en pasear por la Plaza de Cataluña, hacer una visitilla rápida a la FNAC de Triangle, adentrarme en el tramo inicial de La Rambla de Canaletas, comprar alguna pijadita en cualquiera de sus bien surtidos quioscos y desviarme por la calle Tallers a la altura de la coctelería Boadas para ver tiendas de discos o de ropa usada y rematar el recorrido en el imprescindible Setanta-Nou.

Esta desdichada e indeseada columna probablemente no existiría si el atentado de la semana pasada se hubiera producido en algún remoto lugar de esos donde el terror campa a sus anchas diariamente y en los que sus habitantes conviven permanentemente con la iniquidad. Este comportamiento tan egoísta por parte de quienes nos sentimos el ombligo del mundo es esgrimido siempre que nos sobrecoge un hecho de estas características por los rigurosos vigilantes de la conducta y moral ajena, que corren prestos a recordarnos, bienintencionadamente algunos (otros no tanto), nuestra selectiva memoria y lo arbitrario de unos duelos olvidadizos con las tropelías que nos caen muy lejos. ¿Egoísmo? Ya lo he aceptado. ¿Fariseísmo? Es posible. ¿Contradicción? Seguro. Egoísmo, eurocentrismo, ombliguismo, hedonismo y otro buen montón de nocivos ismos no son rasgos de los que sentirse muy orgulloso, lo sé. Del mismo modo que sé que con banderitas, emoticonos, fotitos y minutos de silencio no se combate el horror. Pero, qué le vamos a hacer: no puedo evitar reaccionar con desmesura al sentir que la posibilidad de que el luctuoso boleto le hubiera caído en desgracia a algún conocido ha sido más que real. Nadie tiene que convencerme de que el sufrimiento de una madre libanesa o keniata es idéntico al de una francesa o riosellana, porque a esa conclusión soy capaz de llegar solo. Lo mío es una flaqueza de la condición humana y reconozco padecer ese mal. Ojalá los afortunados que pueden responder siempre con ecuanimidad y justeza no me tengan muy en cuenta estas debilidades.

He paseado por La Rambla abrazado a personas a las que quiero, me he emborrachado, he reído y me he enfadado ante algún clavel recibido. Y tengo intención de seguir amando, de emborracharme tanto que el manual de vida sana que languidece en la estantería se arroje a la papelera consciente de su inutilidad, de reírme hasta que me salgan arrugas en la cara y de volver a pasear esquivando turistas y lugareños. Y lo voy a hacer porque me gusta, porque me divierte, porque lo disfruto y porque es lo único que vamos a llevarnos de equipaje cuando emprendamos viaje. ¡Ah! Y porque les jode. Y si a los chalados, fanáticos e iluminados que albergan un montón de mierda donde debería haber un cerebro les jode, tiene que ser bueno. Nosotros nos llevaremos eso. Ellos que sigan esperando por sus 72 vírgenes, a ser posible entre rejas. Barcelona, t’estimo molt!

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