Opinión

Acosos, escraches y conjunciones adversativas

Me encanta llegar tarde a los temas de pretendida actualidad, ya que ello me permite leer, ver y escuchar lo que el asunto ha dado de sí y garantiza que las majaderías que uno está en disposición de aportar no desdecirán de las dichas y escritas por alguno de mis muchos antecesores. Cuando algún improbable lector aborde estas líneas la nefasta experiencia lenense del vicepresidente Iglesias y la ministra Montero probablemente esté olvidada, desplazada por el virus que no da tregua, las ejemplares andanzas del Emérito o el fichaje de Messi, lo que me permite hacer una sosegada reflexión sin la servidumbre de la primicia: el análisis de determinadas cuestiones nunca debiera ir sucedido de la conjunción adversativa “pero”. ¿Lioso? Seguro que queda más claro con un par de ejemplos: “Yo no soy racista, pero…” o “el machismo es una lacra, pero…”. Innecesario a la par que feo.

Con el hostigamiento sufrido por Iglesias / Montero en sus frustradas vacaciones debería haber ocurrido lo expuesto: una condena sin paliativos que afeara a los energúmenos la ausencia del más elemental de los civismos sin que la citada conjunción tuviera cabida en el discurso en lugar de enfrascarnos en debates semánticos acerca de si escrache o acoso son lo mismo o cosa distinta y señalando concomitancias y discordancias como si estuviéramos dirimiendo si son galgos o podencos.

Hay que estar muy ocioso, valorar muy poco el tiempo propio, tener la chaveta escasamente amueblada y sentir un desprecio olímpico por las más elementales normas democráticas para que lo mejor que se te ocurra hacer un fin de semana sea ir a increpar e insultar a representantes políticos a su domicilio mientras desarrollan actividades de ámbito familiar.

La justificación esgrimida para tan poco edificante actitud es que en un pasado bastante reciente el ahora vicepresidente apoyó los escraches sufridos por miembros de gobiernos del PP tildándolos de “jarabe democrático de los de abajo” y, quizá porque nunca he sido un alumno aplicado, me reconozco incapaz de recordar la clase de ética en la que se impartió que para corregir lo que nos resulta aberrante hay que reproducirlo en otros o que un mal se cura con otro similar. Incauto de mí, siempre pensé que lo que nos convertía en mejores que aquello que aborrecíamos era comportarnos, llegado el caso, de manera totalmente antitética. Cuán errado estaba.

Deduzco de todo esto que quizá lo que molestaba a algunos antes no era ver a personas vociferantes soltando lindezas en los domicilios de cargos públicos electos, sino que el juicio podía variar en función de las simpatías o antipatías hacia ejecutores y receptores. Lo que viene siendo la ley del embudo, vamos. Quizá, especulo nuevamente, no somos tantos aquellos a quienes nos resultaba deleznable entonces, advirtiendo de que se trataba de un juego muy peligroso al que todos sabíamos jugar, y nos sigue resultando deleznable ahora, independientemente de casuísticas menores o de cuáles sean los coyunturales protagonistas de la función. Hay que estar muy ocioso, valorar muy poco el tiempo propio, tener la chaveta escasamente amueblada y sentir un desprecio olímpico por las más elementales normas democráticas para que lo mejor que se te ocurra hacer un fin de semana sea ir a increpar e insultar a representantes políticos a su domicilio mientras desarrollan actividades de ámbito familiar.

La sensación que me produce un comportamiento así no es fácil de definir: ¿Desazón? ¿Incomodidad? Bah, dejémoslo en asco. Sin peros que valgan.