Opinión

Del arrepentimiento

Filosofía Pequeña

Los profesores lidiamos con el fracaso. Es seguramente el único oficio donde los que se benefician del trabajo no quieren que se lleve a cabo y, créanme, se esfuerzan mucho. Puede ser esta lección la que más cueste aprender a los novicios en la parroquia –«pero, ¡es que no se sientan!», «¡que no se callan!»– y sin duda es la razón de sobradas espantadas. Sin embargo, los que resisten el primer envite y tienen vocación descubren el porqué nunca llegan a hacer arder Sodoma… por suerte o por desgracia, siempre hay un justo y los fracasos encuentran su retribución en él. Hoy he visto surgir a uno en un humilde gesto de arrepentimiento, y esto merece un comentario.

Todo ello es parte del juego. Ellos intentan trampear y nosotros evitar la trampa. Un baile, sí, pero reglado

Como digo, los profesores nos enfrentamos a la derrota, y una de sus múltiples formas es la chuleta –la más simple, la más acorde a su edad–. Copiar en el examen es un vetusto juego de pilla-pilla que en ocasiones orilla en lo gracioso –la tensión en su mueca, el sudor en su frente–. Otra es el corta-pega de los trabajos escritos, más tediosa pero bastante fácil de detectar dada su terrible redacción. En una ocasión leí en un trabajo algo tal que: «cuando me entrevisté con Al Gore en la universidad de Míchigan…»; no me digan que tal ingenuidad no despierta cierta ternura.

Todo ello es parte del juego. Ellos intentan trampear y nosotros evitar la trampa. Un baile, sí, pero reglado. Y, caramba, esperas que cuando les pillas agachen la cabeza y aguanten la reprimenda. Son los estatutos no escritos del partido y normalmente se cumplen. Todo normal, al menos hasta que el alumno no está dispuesto a soportar la reprimenda y replica rechazando la amonestación. Entonces sabes que algo no funciona, que algo se desmorona cuando ni la más antigua de las normas se cumple. Por supuesto, frente a semejante situación algo se nos escapa, hay información perdida, causas ocultas que difícilmente saldrán a la luz –quizá ni el alumno sea consciente– y que impiden una conducta normal, un mínimo respeto a los códigos, pero esto es otra historia.

Entonces, me di cuenta del error que es olvidar al artero Sócrates.

En estas me encontraba yo, airado por la impugnación inesperada en la que se había atrincherado una alumna tramposa cuando recibí un mail disuasorio. Mi ira apocalíptica habría de esperar porque ella reculaba, aceptaba su falta y pedía perdón. No solo eso, hacía un precioso auto de fe y describía lo que había sido su conducta con un pulcro propósito de enmienda. Entonces, me di cuenta del error que es olvidar al artero Sócrates.

Resumo: el que sabe es bueno y hace el Bien. El malvado lo es por ignorante, por estúpido. Pero, claro, esa estupidez es remediable. Con esta simpleza configuró Sócrates una ética, aunque hoy –en nuestro capitalismo individualista– nos cueste entenderla. Platón, su alumno aventajado –que no predilecto, siquiera estaba entre sus allegados acompañando en sus últimos minutos–, tan solo añadía el entrenamiento: no vale con saber, hay que practicar. Y el que falta en la trinidad, Aristóteles, acordaba con su amigo.

Siempre he entendido esta letanía desde la ortodoxia de los estudios griegos: ellos vivían y pensaban para la polis. Si eres un bribón, la ciudad se resiente y tú con ella, que para eso vives dentro. Hoy, que el bellaco puede simplemente cambiarse de ciudad, país o continente –o vivir en una área residencial–, parece que el argumento pierde peso. Sin embargo, esta alumna nos demuestra que no, que no podemos abandonar tan rápido al cuco griego. Nos debiera dar pistas la máxima de Pitágoras cuando sentencia que hay que arrepentirse ante uno mismo antes que ante otros. Para su comunidad –¿secta?–, el análisis ético de una vida se debe sujetar a minuciosas reglas de purificación diarias. No importa no haber sido cazado en la fechoría porque ante el juez interior no hay escapatoria. Pero no haría falta siquiera alejarnos de nuestro querido Sócrates. Si esquivamos el libro de texto y leemos directamente lo que nos dejó Platón de él, le oímos proclamar un rotundo adagio: «una vida sin examen es indigna». Parece que no solo miraban por la polis estos griegos.

Ella decidió cuidar de sí, afrontar su culpa y asumir su responsabilidad para mejorar. Se miró, se examinó y se describió descarnadamente.

Mi alumna, entonces, realizó este auto-examen de corte socrático y su vida ennobleció. De la honradez de sus palabras surgió una nueva chica mucho más brillante, mucho más luminosa. Ella, digamos, salió de sí misma, se miró con honestidad y se avergonzó ante su imagen; pero de la vergüenza no emergió una ponzoñosa huida hacia adelante, una ímproba chulería o una infame ocultación, sino calor, el calor del que pretende mejorarse cuidando de sí. Ella decidió cuidar de sí, afrontar su culpa y asumir su responsabilidad para mejorar. Se miró, se examinó y se describió descarnadamente. Entonces, solo entonces, enfrentada a su figura –qué difícil situación, qué madurez–, se curó. No ocultará su cicatriz, preveo, porque a su lado siempre mostrará orgullosa su coraje. Ladino Sócrates, conociéndose pudo atenderse a sí misma y brillar. Brillar como lo hace ese sol al salir de la caverna. Parece que hoy tampoco arderá Sodoma.