Opinión

La habitación de Miguel

Aunque nada pueda hacer

volver la hora del esplendor en la hierba,

de la gloria en las flores,

no debemos afligirnos,

porque la belleza subsiste siempre en el recuerdo.

William Wordsworth

Como casi todo el mundo por estos lares, conozco a Miguel Aramburu de siempre, aunque la diferencia de edad hizo que no trabáramos amistad hasta mi adolescencia. Cuando en 2017 retornamos definitivamente de Barcelona y nos instalamos en Gijón descubrimos que Miguel visitaba la ciudad casi todos los fines de semana, por lo que, evidentemente, le ofrecimos pernoctar en nuestra casa. Así, de esa manera, nuestra relación durante estos tres últimos años se reavivó a niveles de cuando ambos vivíamos en Arriondas. En ocasiones, ni siquiera coincidíamos, bien porque nos movíamos a horarios diferentes, bien por viajes fuera de la ciudad, pero siempre sabíamos si había estado porque, aunque le insistíamos en que no trajera nada, rara era la vez que no venía con alguna cosilla para nosotros: figuritas de Tintín, libros, bombones… ¡hasta Listerine nos traía cuando veía que el elixir bucal amenazaba extinción! Los auriculares con los que Gemma lleva recorriendo pasillo arriba pasillo abajo todo el confinamiento del coronavirus también son un regalo suyo. Al cuarto donde dormía comenzamos a llamarlo “la habitación de Miguel”.

Echaré de menos nuestras charlas, esa voz inconfundible, su “Hola, Lucio, ¿qué tal?” cuando me veía, coincidir en conciertos, bares y saraos culturetas (el último, la obra “Medusa, en el Teatro Jovellanos), reservarle los tomos de “El Príncipe Valiente” según iban saliendo…

Miguel tenía defectos, claro. Cómo todos, diréis, aunque quizá no sea exactamente así. La mayoría debemos omitir nuestras múltiples taras a fin de que resplandezca algo que merezca la pena, pero en su caso una actitud a veces desmedida y torrencial, ciertas fobias llevadas al extremo o algunas filias proselitistas no necesitan ser edulcoradas ni escondidas, ya que palidecen frente a tal cantidad de virtudes que lo hacían una de las personas más buenas y puras que he conocido.

Echaré de menos nuestras charlas, esa voz inconfundible, su “Hola, Lucio, ¿qué tal?” cuando me veía, coincidir en conciertos, bares y saraos culturetas (el último, la obra “Medusa, en el Teatro Jovellanos), reservarle los tomos de “El Príncipe Valiente” según iban saliendo… Ni a él ni a mí nos gusta mucho el mundo que nos ha tocado vivir y quizá por eso nos refugiamos tanto en la ficción. Además, deduzco que ni la distancia social ni ese oxímoron de la nueva normalidad que se avecina iban a hacerle mucho tilín, pero eso no justifica un mutis tan temprano, inesperado e imperdonable.

En la habitación de Miguel no hay mesita, sino una silla que cumple esa función. O se nos olvidaba comprarla o, cuando nos acordábamos, lo posponíamos para mejor ocasión, en esa procrastinación tan hispánica.

Se habla ya de posibles y merecidos homenajes que él no verá y que seguro ilusionarán a familia y allegados, aunque creo que el mayor homenaje nos lo hizo él honrándonos con el inmenso privilegio que supuso haberlo disfrutado como vecino y amigo. A mí me quedan un montón de recuerdos y una camiseta de Darth Vader que Gemma descubrió debajo de la almohada cuando entró llorosa e incrédula en su habitación ese infausto 6 de mayo a mirar si había algo suyo. No la luciré con tanta prestancia como él, que siempre bromeaba con su parecido con George Clooney, pero sí con mucho orgullo y emoción.

En la habitación de Miguel no hay mesita, sino una silla que cumple esa función. O se nos olvidaba comprarla o, cuando nos acordábamos, lo posponíamos para mejor ocasión, en esa procrastinación tan hispánica. Con el tiempo, esta dejadez con la mesita se convirtió en una broma privada recurrente. Ahora ya nunca la compraremos. Total, ¿para qué? Total, ¿para quién? ¡Qué la Fuerza te acompañe, amigo!