Opinión

La nueva normalidad

La nueva normalidad

Supongo que nos tendremos que ir acostumbrando a esta terminología como de neolengua orwelliana que los mandamases han adoptado y cuyos preceptos, como los diez mandamientos, se resumen en dos: nueva normalidad. Desde su reciente entrada en vigor han aflorado, no podía ser de otra forma, los análisis acerca de cómo será la sociedad surgida tras la pandemia, sus continuidades y rupturas y los cambios más o menos abruptos que habremos de afrontar. Ya he advertido en esta misma columna de mi escasa aptitud anticipadora, pero como español de pro al que le encanta tropezar varias veces con la misma piedra no me resisto a dejar por escrito mi predicción para que algún improbable lector pueda afear mis dotes adivinatorias a la vuelta de no mucho tiempo. Disculpen si los conceptos utilizados en tan titánica tarea intelectual les resultan crípticos o abstrusos, pero la incomprensión es el doloroso peaje que tenemos que pagar los expertos en nada y especialistas en menos: la nueva normalidad se parecerá mucho a la vieja. Hala, ya está.

Por supuesto que hemos asistido y seguiremos viendo encomiables conductas de respeto y solidaridad hacia el prójimo, al igual que las había antes, pero tengan claro que ese club ya existente no sumará demasiados nuevos abonados.

Habrá, evidentemente, novedades derivadas de la crisis sanitaria y económica, pero en lo sustancial lo nuevo no distará mucho de lo viejo. Me atrevo incluso a afirmar, contra los voluntariosos que afirman que de esto saldremos mejores, que se mantendrán todas las antiguas iniquidades y acuñaremos alguna otra. ¿Por qué habríamos de salir mejores? ¿Desde cuándo el miedo y el empobrecimiento nos mejoran como sociedad? Por supuesto que hemos asistido y seguiremos viendo encomiables conductas de respeto y solidaridad hacia el prójimo, al igual que las había antes, pero tengan claro que ese club ya existente no sumará demasiados nuevos abonados.

Y les aseguro que de idiocia sé bastante; casi se podría decir que soy experto.

Y en mi particular cruzada contra toda esa caterva de autodenominados expertos que medran al calor de cualquier desgracia y se erigen en relatores de lo que sucede (con especial querencia por advertir de las consecuencias después de que los hechos han sucedido y tremenda habilidad para profetizar el pasado) me permito ofrecerles un impertinente consejo como son todos lo no solicitados: huyan de ellos casi como si del propio virus se tratara. Los expertos de verdad no van por ahí presentándose como tales y quien así lo hace acostumbra a ser un vulgar émulo que aquel célebre maestro Ciruela que no sabía leer y puso escuela. Bosé, Bunbury o el cardenal Cañizares sabrán, quizá, algo de lo suyo (en el caso de que tengamos claro que es lo suyo), pero su opinión y la de tantos otros tertulianos y charlatanes, valga la redundancia, respecto a asuntos víricos no vale más que la suya, la mía o la de Aramís Fuster. Y no se dejen tampoco deslumbrar por títulos académicos obtenidos a saber cómo, cuándo y dónde: uno puede dirigir una universidad, pongamos la UCAM, y ser un perfecto idiota. Y les aseguro que de idiocia sé bastante; casi se podría decir que soy experto.