Opinión

De los policías de balcón

Filosofía pequeña

Graban vídeos jaleando a la policía que detiene a un viandante temerario –se habrá alejado más de doscientos metros de casa–, echan agua a quien pasea demasiado al perro, insultan al sanitario que vuelve al hogar, denuncian al que compra demasiadas veces el pan, gimen ante el antaño bendecido turista… son los «policías de balcón». Simulan ser novedad pero, fíjense, dejan caspa al descorrer la cortina.

Los policías de balcón nos dejan inquietos: ¿temen que el malhechor transporte el virus y que en una infeliz cadena de eventos alcance sus pulmones? ¿Gritan y denuncian en autodefensa? ¿Ven reducidas las probabilidades de enfermedad en cada alarido? Ello es razonable, no lo niego, pero pareciera una justificación de algún mecanismo oculto. Insistamos: ¿obtienen goce de su actuación? Da la sensación de que sí a la vista de lo rápido que lo comparten en las redes y de lo ostentoso de sus voces. ¿Ese goce se debe al deber cumplido? De puro ¿un ejercicio cívico? Hurguemos en esta idea.

El sujeto es un masoca con respecto a ese deber traído de un Otro, pero es un sádico con respecto a quienes sufren sus acciones.

Nadie ha trabajado más la idea del «deber» como el ilustrado Kant. Seguro que lo recuerdan del bachillerato. Muy rápido: para él solo es moral la acción que responde al deber, y esto pese a quien pese. Así, todos los superhéroes son kantianos. Recordemos a tío Ben quien, a punto de morir en brazos de su sobrino Peter –Spiderman– le deja la famosa máxima «un gran poder conlleva una gran responsabilidad». No le dice que conlleve folixa o dinero, sino responsabilidad, es decir, deber. Sin embargo, el deber siempre es formulado en tercera persona: «el deber me exige…», y yo hago, aunque no me guste.

Viajemos: durante el terror nazi Himmler pronunció uno de los discursos éticos más repugnantes de que se tengan constancia –aunque, a fin de cuentas, ético–. Dijo en Posen en 1943 que los «judíos deben ser exterminados» y continuó: «creo que vale más que nosotros [las SS] asumamos esta carga [que nadie más quiere] por nuestro pueblo, que asumamos la responsabilidad [de llevar a cabo el exterminio] y que nos llevemos nuestro secreto a la tumba». Este discurso debiera haberse perdido, haberse disipado poco después de abandonar el arco de la boca del SS para que nadie supiese de su hazaña y, por tanto, nadie pudiese reconocer tamaño gesto; y he aquí su eticidad: Spiderman no usa el poder para lograr chicas ni dinero, sino por responsabilidad, razón por la cual lleva una máscara, y por eso Himmler quiso que el discurso desapareciese. Ninguno obtiene felicidad de sus acciones, pero ambos obtienen goce al cumplir con el deber emanado de un tercero.

Parece que el confinamiento se alivia y que el policía de balcón baja a la calle a tomar cafés. Terrazas llenas, paseos atestados y coches de vuelta a la carretera.

El sujeto es un masoca con respecto a ese deber traído de un Otro, pero es un sádico con respecto a quienes sufren sus acciones. Spiderman obedecía al Otro –tío Ben– atizando, secuestrando, maniatando, etc., al margen de la ley aunque eso arruinase su adolescencia. Himmler obedecía al Otro –la perversa sociobiología nazi– persiguiendo y aniquilando al judío aunque le fuese desagradable. La distancia es sideral, claro, pero la lógica es la misma: nadie quiere denunciar ni insultar ni arrojar agua al conciudadano, pero una vez interiorizado el deseo del Otro –el deber– hay cierto goce en ser despiadado.

Parece que el confinamiento se alivia y que el policía de balcón baja a la calle a tomar cafés. Terrazas llenas, paseos atestados y coches de vuelta a la carretera. Mientras damos un paseo observamos reticentes los antaño celosos balcones y recordamos lo fácil que era para Peter –Spiderman– quitarse el pasamontañas de colores para acatar diligentemente las reglas de tía May y para obedecer lastimosamente a su jefe Jameson; sonreímos ante lo rápido que pasaba de delator a sospechoso.