Opinión

Una primavera para el desasosiego

En el eterno renuevo de las estaciones, nos llega esta primavera de 2020 entre la preocupación, la incertidumbre y la turbación, aquí y allá, dentro y fuera de los lugares de nuestra coexistencia diaria, sobre toda la faz de la Tierra en la que un día aparecimos y desapareceremos.

Nadie tiene duda de que la vida es una posada en la que habitamos mientras se abre el pergamino marcado con siete sellos, hasta que veamos salir de él con toda su fuerza al cuarto de los jinetes que esconde, apareciendo sobre su caballo amarillo, mientras los otros tres -el blanco, el bermejo y el negro- le ceden el paso para que cumpla su misión como no lo había hecho desde los lejanos tiempos de la Segunda Guerra Mundial, o desde la Guerra Civil en España.

El Hades del clásico panteón griego está al acecho con virulencia en estas semanas en las que Cronos apenas tuvo tiempo para avisar a los humanos de la pandemia universal del primer cuarto del siglo XXI.

Como si fuésemos unos eternos niños mecidos en el destino, desconocemos las intenciones y los movimientos de la vida.

De manera no prevista para centenares de miles de seres humanos llegó Covi-19 y comenzaron a desaparecer vidas enteras con sus recuerdos, con la imaginación que albergaron, con su personalidad y con toda su esperanza.

El jinete que pasa por delante de sus casas, residencias, hospitales o cualquier lugar donde habiten, les hace una llamada no deseada para que se sumen y llevarlos camino del abismo, porque la fluidez de las cosas y de las almas sigue teorías que se escapan de la comprensión del decurso lógico e interior de la vida.

En mi visita de hace menos de tres meses -horas antes de la cabalgata de reyes, investido como supuesto rey Melchor- a las residencias de ancianos del concejo de Parres (tanto a las dos privadas como al ERA -Establecimiento Residencial de Ancianos de Asturias- de titularidad pública) observé a algunos ancianos conocidos desde siempre que parecían ajenos a sí mismos, mientras otros respondían con palabras y hechos como los niños que un día fueron y todos llevamos dentro. Durante aquella visita pensaba cómo el acrecentamiento de la edad, la emoción, los sentimientos o el modo de cada personalidad, producen una extraña mezcla de asombro y de pena, como esa realidad -que no espejismo- que te señala la orilla a donde llegarás, como ha hecho toda la Humanidad desde que existe.

Bien sabemos -sin excepción- que toda vida es sueño, al igual que también hay quien no sabe lo que hace, no sabe muy bien lo que quiere, ni siquiera parece que sepa lo que sabe.

Como si fuésemos unos eternos niños mecidos en el destino, desconocemos las intenciones y los movimientos de la vida.

La monotonía de estos días que nos ha tocado vivir pesa sobre muchos como si hubiesen ingresado en una cárcel, como si las circunstancias les forzasen a replantear su forma de vida, a mirar un poco más a su interior, a reconocer su identidad.

Pero los rayos del sol primaveral siguen ahí fuera, como las nubes cuyas sombras súbitas dicen que pasan, las brisas que se levantan cada tarde -casi siempre procedentes del Este-, o el silencio que nos acerca al crepúsculo; igual que sigue ahí el jeroglífico infinito e indescifrable que emerge cada noche en forma de estrellas que -por miríadas de millardos- nos deja boquiabiertos, absortos, diminutos.

Tiempos recios son éstos, como diría la andariega Teresa de Jesús hace casi cinco siglos.

Tiempos recios, sí, mientras el jinete del caballo amarillo cabalga implacable de Este a Oeste, de Norte a Sur.

Amenazadora primavera la que ha llegado a nuestro hemisferio (igual que el otoño en el otro), en la que parece flotar en el aire una especie de luz pálida que no es niebla, los colores se pierden entre las cosas y el silencio domina todo lo que vemos.

Suenan al mediodía de cada jornada las campanas de todas las cerradas iglesias de España, y parecen preguntarse dónde están los vivos, porque los perdieron de su visión de todos los días, y en sus ecos ellas mismas parecen insinuar que la vida y la realidad a la que pertenecemos son sólo cosa de Dios… aunque no son pocos los que -por diversas razones- han perdido la creencia en su existencia, en algunos casos por las mismas razones que antes la habían tenido y conservado.

Tiempos recios, sí, mientras el jinete del caballo amarillo cabalga implacable de Este a Oeste, de Norte a Sur.

Mañana será otra realidad, pero ya enmarcada en una nueva dimensión, insólita y universal.

Francisco José Rozada es el Cronista Oficial de Parres.