Opinión

Ni ocio ni negocio

Del ocio

Para nuestra sociedad capitalista el ocio es el reverso del trabajo. A lo largo de nuestras jornadas ocupamos el tiempo con mucha seriedad y pompa. Es lo importante. Lo pedimos y lo reclamamos, y, cuando lo tenemos, afirmamos merecerlo. Ocupa nuestro tiempo –mucho– y justifica nuestro cansancio –muchísimo–. También nuestro estrés. Lucimos orgullosos nuestras espaldas combadas y nuestras ojeras eternas –arrogante signo del deber cumplido–. Una más: nos dispersa; y así evita que nos enfrentemos a cualesquiera preguntas serias. Evita el compromiso. Quizá el sonrojo.

El ocio es la recompensa por la buena labor; es un subproducto que debe ser tratado con los mismos códigos

A poco que hurguemos hallamos que el trabajo justifica nuestra vida. ¿No trabaja usted? ¿Es acaso un niño mimado? ¿Se trata de un desocupado? ¿Ha usted fracasado? Ahí está, punzante, doloroso… ¿nota el desprecio social? Supongo que comprende el porqué de que muchos lo hayan ocultado hasta que hubo sido demasiado tarde, como nos ha enseñado la PAH. El ocio no se enfrenta al trabajo, lo complementa. «Merecido descanso», «ocio reparador».

El ocio es la recompensa por la buena labor; es un subproducto que debe ser tratado con los mismos códigos. El hombre parado y el hombre vacacional se perciben –y comportan– de maneras diferentes. El primero se recluye, calla y toma aliento. El segundo camina henchido y pavo, seguro de saber qué hacer. Denodado, pena por ocupar su tiempo. Gasta el dinero acumulado sabedor del cansancio y estrés venideros, y evita con todo tipo de imbecilidades – ¿bañarse con delfines? ¿Insistir en publicar ridiculeces?– cualquier pregunta seria. Conserva su dispersión.

El silencio nos deja a solas con nosotros mismos, pero hay escapatoria para los que no se soportan

Hoy, a causa de este enclaustramiento forzado, muchos no estamos trabajando, muchos no estamos de vacaciones y muchos no estamos desocupados. Nos encontramos más allá de lo que la sociedad capitalista puede consentir –por eso rehúye con histeria de la renta básica universal–. No hay para nosotros actividad lucrativa ni utilitaria. ¿Qué nos queda cuando no somos bendecidos por nuestra labor, no nos hemos ganado el descanso y no hemos fracasado? Asoman dos opciones: insistir en la diáspora personal o regresar a la filosofía.

El silencio nos deja a solas con nosotros mismos, pero hay escapatoria para los que no se soportan. Obstinadamente comprarán en Amazon y dislocarán sus dedos con los videojuegos, es decir, gastarán el dinero acumulado y deteriorarán sin disimulo su tiempo. Otros, luminosos, aprovecharán para ensanchar sus vidas. Leerán lo pendiente. Conversarán lo incompleto. Cuidarán de los que importan. Ajustarán cuentas consigo mismos. Incluso realizarán una actividad nada utilitaria –sin refuerzo pecuniario–, tremendamente valiente, casi inimaginable: serán creativos. Crearán, no para acumular dinero y ocupar tiempo, sino para mejorar y crecer. En el fondo, se volverán filósofos, al menos en el sentido griego.

¿En qué estábamos fallando para que nuestros hijos estén tan contentos por tenernos tanto tiempo en casa junto a ellos?

Ellos –pocos– serán bravos, dejarán de dispersarse y se recluirán en sí mismos. Ahora, forzosamente detenida la áspera cacofonía del día utilitario, podrán plantearse alguna que otra pregunta valiente: ¿estoy dando grosor a mi vida o se me va quedando plana? Mi tiempo es limitado, ¿qué haré con él? ¿De qué me arrepentiré cuando mire atrás? Y la más terrible que a muchos desconcierta: demonios, ¿en qué estábamos fallando para que nuestros hijos estén tan contentos por tenernos tanto tiempo en casa junto a ellos?