Opinión

Del regreso a la naturaleza

Filosofía pequeña

Delfines por los canales de Venecia, patos en las fuentes de Roma, jabalíes en las avenidas de Barcelona, pavos reales en las calles de Madrid, lobos en los parques de Pontevedra y osos merodeando en Cangas del Narcea. Parece que a cuenta del confinamiento y de la momentánea desaparición del hombre, la naturaleza se ha visto libre de miedos y peligros. Digamos, sin forzar, que ha tomado aliento, que se ha arriscado y que, por un tiempo, ha vuelto; y esto nos ha pillado por sorpresa –no estábamos seguros de que siguiese ahí, fuera del zoo–.

Me dirán que parece que hablo de Venecia y que solo fantaseo, pero la boina de contaminación de Gijón ha desaparecido –ha bajado la contaminación un 60%– e incluso la más célebre, la de Madrid , se ha disipado.

Dice Yuval Harari en el superventas Sapiens que la diferencia entre hombres y el resto de bichos reside en que somos capaces de construir un mundo simbólico al que ningún otro puede acceder. No es una novedad, en el fondo no deja de remitirse a la vieja dialéctica entre naturaleza y cultura. Antes que Harari, decía Aristóteles que la naturaleza es «la esencia de los seres que poseen en sí mismos y en cuanto tales el principio de su movimiento»; ya sabe: el delfín, el pato, el jabalí, el pavo real, el lobo y el oso merodeando. La cultura, por su parte, vendría a ser una construcción únicamente humana que, sin existencia «real» –no es un árbol–, viene a condicionar todo nuestro imaginario y a manufacturar la propia naturaleza: son los mitos –desde Cristo a los derechos humanos–, es el dinero –trate de cambiar unos euros por un plátano a un mono–, las corporaciones –trate de vender unas acciones de Google a su gato–, las patrias –¿sabe su perro que es alemán?–, etc., pero también es la ciencia y la tecnología de las que surgen el tractor y el ordenador, el tren y las calles, el avión, las casas, los móviles, los videojuegos, los bolígrafos… y los coches, las motos, los autobuses… en fin, también el tráfico.

Desaparecidos nosotros, desaparecieron los coches y, con ellos, el tránsito a combustión. Vuelvan a pensarlo: no más ruido ni contaminación ni atascos ni bocinas ni nervios ni enfados al volante ni miedo a cruzar; olviden el «¡Vera, no cruces sin mí!» y el «Gael, ¡párate en el semáforo!»; omitan el «cuidado con ese coche que va lanzado» y el escalón de la acera, el semáforo y las interminables filas de coches aparcados. Me dirán que parece que hablo de Venecia y que solo fantaseo, pero la boina de contaminación de Gijón ha desaparecido –ha bajado la contaminación un 60%– e incluso la más célebre, la de Madrid , se ha disipado.

Los humanos nos vimos momentáneamente libres de miedos y peligros en nuestras calles. En determinado punto nos dimos cuenta de que nosotros éramos también la naturaleza, de que poseíamos en nuestra esencia el principio del movimiento y de que nos gustaba merodear

Es cierto, fantaseo, pero caminando, o al ritmo del pedaleo, como por sorpresa, la ciudad se hizo amable, cortés, más humana, menos mala. A cuenta de la desgracia se han peatonalizado calles emblemáticas como el paseo de la Castellana en Madrid o el paseo Echegaray –la rivera del Ebro– en Zaragoza, también el paseo de la playa – ¡milagro!– de san Lorenzo en Gijón. Todas ellas, sin excepción, han sido tomadas por viandantes, corredores, patinadores, ciclistas y, sobre todo, niños. A falta de coches, surgieron hombres, y eso que estos pensaban que se trataba de una y la misma cosa.

Los humanos nos vimos momentáneamente libres de miedos y peligros en nuestras calles. En determinado punto nos dimos cuenta de que nosotros éramos también la naturaleza, de que poseíamos en nuestra esencia el principio del movimiento y de que nos gustaba merodear. Digamos, sin forzar, que los humanos hemos tomado aliento, que nos hemos arriscado y que, por un tiempo, hemos vuelto; y esto nos ha pillado por sorpresa –no estábamos seguros de que siguiésemos ahí, fuera del coche–. Nos encontramos, de repente, rodeados de humanos silvestres sin su envoltura a gasoil. Queda por ver cuánto tardaremos en vestirnos de cultura.