Opinión

De los youtubers en Andorra (réplica a Juan Ramón Rallo).

Filosofía Pequeña

Plantea el economista Juan Ramón Rallo en un artículo para El Confidencial («´Youtubers` en Andorra: ¿insolidarios y antipatriotas?») una serie de preguntas agudas y muy reveladoras. Digo reveladoras porque toda pregunta es en sí misma tramposa y va cargada de pólvora, lo sepa o no su pistolero, o así nos lo enseñó el primero de los filósofos, ese Sócrates que no dejaba de preguntar con toda su mala baba y su buena puntería. Rallo, un neoliberal ansioso de adelgazar al estado tanto como sea posible, aprovecha una reciente polémica para insistir en su diatriba «laissez faire et laissez passer, le monde va de lui même», es decir, «dejen hacer y dejen pasar, el mundo va solo» de forma que, según él, los esfuerzos egoístas de millones de personas se descubrirán en algún momento como un hermosísimo trance de camaradería inconsciente.

El youtuber en cuestión se hace llamar El Rubius y es un completo desconocido para mí, pero no para mis alumnos además de, según Wikipedia, para unos cuarenta millones de seguidores.

La trama de fondo es la decisión de un youtuber de salir de España rumbo a Andorra para evitar que sus jugosos ingresos sean mermados por los impuestos que exige el estado. El youtuber en cuestión se hace llamar El Rubius y es un completo desconocido para mí, pero no para mis alumnos además de, según Wikipedia, para unos cuarenta millones de seguidores. El chico en cuestión es hábil en su oficio y el dinero que recauda va en potencial y directa relación a su fama –ya quisiera cualquiera de nuestras radios tener ese número de oyentes–. Así, la presta partida hacia lares con tipos impositivos más laxos ha creado malestar entre quienes se quedan pagando los más rígidos, momento que no ha desaprovechado Rallo para recordar que si de él dependiese, nadie pagaría apenas nada a ese estado que mete desvergonzado la mano en nuestros bolsillos.

¿Es el pago de impuestos un verdadero gesto solidario teniendo en cuenta que es un acto forzoso?

Desmenuzando su artículo, podemos esquematizar su pensamiento a través de varias preguntas que Rallo responde más o menos tácitamente de la siguiente forma: todos deberíamos pensar e incluso hacer como el youtuber. La primera de ellas es la más potente y las demás se despliegan a partir del concepto nuclear que en ella se apunta: la solidaridad. ¿Es el pago de impuestos un verdadero gesto solidario teniendo en cuenta que es un acto forzoso? Empero, Rallo no es Sócrates y, si bien esta pregunta es fundamental, olvida definir primeramente el sol de la misma, a saber, la «solidaridad», concepto desde el que el resto de elementos cobran brillo. Este lapsus quizá sea una trampa dialéctica, quizá un despiste, pero de una forma u otra pareciera que se refiere a la solidaridad como un apoyo altruista y voluntario hacia un otro. Si esta fuera la definición adecuada, la pregunta sería evidentemente certera al poner en claro una contradicción, pero la definición está incompleta y de ahí las goteras en su artículo y en su discurso.

La pregunta de Rallo queda de este modo resuelta: sí, el pago de impuestos es solidario a pesar de ser forzoso, y lo es porque la lente se debe colocar sobre el grupo y solo subsidiariamente sobre el individuo

Cierto es que la solidaridad exige el auxilio del otro, parece claro. Es un gesto honroso con ese otro que no implica a primera vista un beneficio para el uno, o al menos no es esperado. Pero no es suficiente: el niño es solidario con sus compañeros de clase, el jugador es solidario con el resto de componentes de su equipo y el soldado –que tiene la misma raíz, «sol-», compartida con «sólido» o con «salud»– lo es con los miembros de su pelotón. Sin embargo, el niño es tremendamente insolidario con los niños de la clase de arriba cuando se inicia la batalla con globos de agua, también lo es el jugador con los que llevan camisetas de distinto color al arrancar el partido, huelga hablar de la solidaridad del soldado con los reclutas del ejercito enemigo. La solidaridad, por tanto, se asemeja a la moral: es dialéctica. Al igual que la moral, la solidaridad atañe al grupo, y es generosa de forma centrípeta, dejando en el mejor de los casos no más que migas para terceros. No duden: es la solidaridad la que hace que la clase del niño tenga buen ambiente, la que logra que el equipo marque goles y la que consigue que el ejército conquiste; pero no sean ingenuos: la solidaridad implica la insolidaridad. Incluso en el extremo, imaginemos esa paga mensual para niños del tercer mundo a través de una ONG, encontramos un tercero perjudicado: los animales que se van a sacrificar o que van a perder su hábitat a causa de la agricultura intensiva que miles de bocas requieren.  La solidaridad, por tanto, no es universal, sino que es siempre local.

En la Atenas clásica había también ricos, pero eran otro tipo de ricos. Entre el esclavo y su señor mediaba una habitación, y entre ese señor mesos —clase media— y el rico mediaban unas manzanas y unos terrenos.

La pregunta de Rallo queda de este modo resuelta: sí, el pago de impuestos es solidario a pesar de ser forzoso, y lo es porque la lente se debe colocar sobre el grupo y solo subsidiariamente sobre el individuo. Es solidario el niño que cede algunos de sus globos de agua al compañero de manos vacías bajo la mirada de su padre, lo es el jugador que se faja en defensa bajo órdenes del entrenador y lo es el soldado que se la juega por el pelotón a una señal del sargento. No se debe acentuar la solidaridad en la sílaba prescindible de la voluntad, sino en la capital del bien común —ay, Sócrates—, es decir, en la del oportuno reparto heterogéneo —a cada uno según su necesidad—, que no homogéneo —a todos lo mismo—. El youtuber, entonces, ha dejado de ser solidario con los ciudadanos españoles para empezar a serlo con los andorranos.

¿Cuántos globos hay que entregar, cuánto hay que sudar la camiseta, cuánto hay que exponerse en el tiroteo? Nos lanza esta pregunta Rallo, la de la cantidad de solidaridad que se ha de soportar. Tramposa pregunta; sorteamos: la que necesite el grupo. Sin embargo, el grupo no habla, sino que lo hace el padre que mira, el entrenador que alecciona y el sargento que grita. Nosotros, no obstante, adultos que somos y habiendo obedecido muchas veces, estamos en disposición de gobernar, lo cual no significa que seamos necios ni niñatos. Vivimos en democracia, no en tiranía, y la decisión acerca de cuánta solidaridad necesita el grupo se decide, precisamente, a través de procedimientos democráticos que se ha dado el grupo a sí mismo. ¿Cuánta solidaridad? Solo podemos responder con lo siguiente: la que entre todos hemos decidido en diálogo democrático. Así, atentos al youtuber, tan legítimo es abandonar el diálogo cuando no resulta lo que es del gusto como señalar con el dedo su pueril actitud.

Sorprende hoy en este mundo mercantil donde la máxima es acumular bienes en la infinita la opulencia; mundo extraño donde en el mismo periódico podemos leer que han desahuciado a varias familias en Gijón y pocas hojas más allá que un deportista quiere añadir unos millones a su nómina anual para ser feliz

A pesar de ello, Rallo mantiene su arremetida y acusa de confundir patriotismo con estatismo. Dicho de otro modo: es posible ser patriota y no querer pagar al estado. Extraño patriotismo que queda en poco más que símbolos y colores. Sin embargo, su argumento tiene peso: no por ser patriota se ha de aguantar cualquier exceso, y tiene razón, así que cuando llegue el exceso, es decir, cuando se excedan las leyes que nos hemos dado, cuando se excedan los derechos humanos que nos hemos otorgado, entonces quedará justificada la rebeldía. Hasta entonces, el exceso lo será por defecto, a saber, por no pagar lo convenido.

Hoy, en el mundo capitalista que Rallo representa, la respuesta netamente solidaria resulta incluso misteriosa. Otro youtuber, un tal Ibai, respondió alegando una solidaridad tan cristalina que resultó heroica en su ingenuidad: pago impuestos porque vivo bien y otros que no, lo necesitan. Tan simple que es exótica. Sorprende hoy en este mundo mercantil donde la máxima es acumular bienes en la infinita la opulencia; mundo extraño donde en el mismo periódico podemos leer que han desahuciado a varias familias en Gijón y pocas hojas más allá que un deportista quiere añadir unos millones a su nómina anual para ser feliz; mundo absurdo donde un político puede enlazar varias frases orgulloso de bajar impuestos y apenado de no poder contratar más profesores para bajar las ratios. Un mundo tan insólito que un youtuber se pregunta ofendido por qué demonios tiene que pagar él tantos impuestos mientras acelera su utilitario por una carretera nacional dejando atrás sus años escolares —que no pagó—, sus becas —que recibió—, sus visitas al enfermero —que no pagó—, la pensión de sus padres y abuelos —que no pagó— y un estado español luchando contra una pandemia… todo ello cuando le toca apoquinar.

En la Atenas clásica había también ricos, pero eran otro tipo de ricos. Entre el esclavo y su señor mediaba una habitación, y entre ese señor mesos —clase media— y el rico mediaban unas manzanas y unos terrenos. El rico debía bajar a la calle, parlamentar en la plaza y defender la muralla. El rico era, en fin, uno más. Y se le exigía solidaridad: banquetes, armas, obras, etc. Banquetes en los que comía, armas con las que batallaba y obras que admiraba… la ciudad. ¡Ay del rico que no fuese generoso! Caería sobre él Némesis, la diosa que castigaba la desmesura pues ella era el modelo de justicia retributiva y solidaridad. No cabía mayor traición que la del que marchaba, que la del que dejaba en la estacada a sus conciudadanos. El traidor no es que no fuese solidario, sino que ya no lo era con la polis; tan solo lo era con un grupo mucho más escuálido, un grupo que se reducía a uno, él mismo. No obstante, esto ya es otra cosa.

A la vista de lo expuesto, habría que reformular la sentencia liberal: «dejen hacer y dejen pasar, que ahora yo voy solo». Añado: ahora que ya no os necesito.