Opinión

Un monumento

José Antonio Muñiz Jove

Los años 90 del siglo anterior fueron época de cambios sin precedentes en la Comarca. Por aquel entonces ya habíamos entrado en Europa de pleno derecho y no solo por el mapa. Fueron épocas doradas de llegada de fondos, de ventas de cuota lechera, de declaración y ampliación de espacios naturales y otros gloriosos acontecimientos que transformaron lo que fuimos y nos convirtieron en lo que somos a golpe de subvenciones.

Se hablaba de abandonar la ganadería y agricultura tradicionales, poco productivas y poco adaptadas a la modernidad para convertir al paisano en jardinero del monte. Había que despojarse de la guadaña y del tractor y sustituirlos por un kit de manicura para dejar les sebes como les uñes de la Preysler. Cualquiera con un pocu de maña y gustu debía de ser capaz de convertir un matu con bardos en un jardín a la francesa. Vistu lo que se ve, o nos faltó talentu o afición, o les dos coses.

Había dinero a espuertes. Fondos europeos que cayeron en parte en escueles taller, albergues, y otros centros de interpretación donde se narraba la historia de la evolución del asturianu erectus hasta el asturianu europeu, a mediu caminu entre el gochu celta y la vaca casina. El nacimientu de una nueva especie que contemplaría el futuro mayormente desde un hotel, un restaurante, una empresa de turismo activo y pasivo ... A aquellos museos fueron a parar llabiegos, xugos, macones y piedres de cabruñar con cachapa y tou.

Otros fondos se convirtieron en alquitrán. Cualquier camín debía estar asfaltau como la calle Uría. En los pueblos tamién tenían derechu a andar en zapatos de tafilete y dejar de empozar les madreñes en charcos, madreñes que dichu sea de pasu ya no quedaban porque estaban colgaes en les estanteríes de les exposiciones con los canxilones, les peñeres y les tixeres de tosquilar.

El problema de los probes era que no estábamos acostumbraos a les perres y no sabíamos cómo dayos salida en coses de provechu.

Para otras acciones afortunadamente más laboriosas y más eficaces se necesitaron administradores. La responsabilidad local recayó en los alcaldes, que debían viajar a las mancomunidades, consejerías y otras ventanillas para recuperar lo que les correspondía de derecho a sus convecinos, una vez deducidas las comisiones de todos los intermediarios que florecieron para dar consejos, hacerles a los pueblerinos la burocracia más llevadera y de paso llenarse los bolsillos.

Me alegro que pongan una plaza con el nombre de José Antonio en Ponga porque se lo ganó

Entre aquellos ediles honestos y laboriosos que aprendieron la democracia en plena dictadura, para que luego nos den lecciones los mindundis, que se preocupaban de verdad de sus administrados y que querían mejorarles la vida sin tratarlos como si fueran faltosos, estaba José Antonio Muñiz Jove, alcalde de Ponga.

Con José Antonio compartí muchas tardes de conversación. Era un hombre excelente, de palabra, sin dobleces, que desempeñaba su función con seriedad, honradez, paciencia y tolerancia. Junto con Ángel Collado Rivero en Amieva formaron una “pareja” ejemplar dedicados a desenclavar sus concejos con proyectos serios y tratando a todo el mundo con respeto. Alcaldes que trabajaron con lucidez y sin ánimo de lucro en unos tiempos en que todo Cristo ponía el cazu para recoger y costaba separar la paja del grano.

Me alegro que pongan una plaza con el nombre de José Antonio en Ponga porque se lo ganó. Se hubiera sentido orgulloso y emocionado. Otros alcaldes de la época también deberían tener algún reconocimiento, pero desde luego José Antonio se merece un monumento. Por buen alcalde, por buena gente.