De la nada, el algo y el todo

Filosofía pequeña

Al principio no era exactamente la nada, sino el caos. El caos es lo indefinible, lo inasible, lo absolutamente incognoscible. Un sinsentido. Pero los dioses entonaron la melodía que habría de fragmentar el caos. Una vez el canto lo fue fragmentado se pudo decir «esto no es aquello» y se fijó lo otro, la alteridad. Del caos salió algo, no por creación, sino por destrucción. Lo uno pasó a ser muchos, o al menos algunos. Cada uno de ellos se puede definir porque no es otra cosa. La bellota no es un roble y el roble no es mi mesa. Múltiple. De lo uno, lo múltiple. Bienvenidos a la filosofía, bienvenidos a la vida. Ese algo, no por casualidad, pero no sabemos por qué, a veces es lo único que hay en una circunstancia y, claro, pasa a ser todo.

Sin embargo, como dioses, hemos de perfilar nuestra mirada para desentrañar una minúscula sombra​

Un amigo asciende sin dificultad por la pared que al resto cuesta arrestos y antebrazos. Danza sobre la vertical calculando al milímetro cada apoyo y cada agarre. La cantidad mínima de fuerza para cada dedo y la dosis precisa de presión para cada pie. Un precioso baile de lagartija para llegar al reino del descuelgue. Un contoneo tan heroico y admirable como absurdo. Subir para luego descender por bloques grotescamente amenazadores. Una vez abajo nos mira y sin condescendencia, más bien con cariño, nos explica que a veces en la pared no hay nada, absolutamente nada. Un caos de homogeneidad. Sin embargo, como dioses, hemos de perfilar nuestra mirada para desentrañar una minúscula sombra. Ahí, en un ridículo pliegue, se encuentra algo, un algo al que debemos aferrarnos con la fe del demente porque solo en esa arruga nos salvaremos de la caída. Ahora sí, claro, pasa a ser todo.

Ortega escribió con dulzura en su fociqueo del existir humano. Delineó lo real tratando de fijar el verbo creador. Encontró la masa y la observó de la misma forma en que la observamos todos nosotros al darnos de bruces con ella por primera vez. La despreció, es cierto, pero tuvo la honestidad de reconocer en la absurda masa un tizne de color gracioso. Algo que no era masa, que era dispar. Sin duda, ese mínimo tizne que iba cobrando tamaño «no era aquello». Como a él nos ocurre a nosotros: se ensancha en a pocos hasta convertirse en lo único que vemos, hasta eclipsarnos porque no hay nada fuera de ella. Lo explicó en Estudios sobre el amor aunque, seamos honestos, no hace falta leer a Ortega para saber que quedan muchos fallos por cometer, pero que ella no es uno de ellos. Era nada, pero ahora, claro, pasa a ser todo.

No es la nada, sino el caos. Columpios, balones, toboganes y gritos, alguna herida y demasiadas llamadas a papás y mamás, qué decir de los lloros. De puro, un caos sin forma. Pero allí, de entre la muchedumbre, surge un «papá» diferente, más cantarín, más dulce. Se entona una llamada de mala melodía e imprescindible atención. Una mira diferente que anuda con la propia desde la nada para convertirse en un algo. Entonces se ve la lágrima o la sonrisa o el puchero y todo torna fondo para que esa carita sea lo único. Sí, sin duda entre la nada había algo que definitivamente, claro, pasa a ser todo.