Araceli

Dice el Catecismo que la confirmación imprime carácter y no seré yo quien rebata esta argumentación teológica, pero os aseguro que lo que de verdad imprime carácter este tener que afrontar desde muy joven las brutales dificultades que te plantea la vida. Y haciendo de tripas corazón para que así sea.

Este es el caso de Araceli Ruiz Toribio, una niña de la guerra que se acaba de morir a los 96 años y que siendo todavía adolescente tuvo que subirse a un barco en El Musel, con sus hermanos pequeños para abandonar el país en el que había nacido y no perecer en la guerra.

Cómo no iba a estar agradecida Araceli a los gobernantes soviéticos y a los ciudadanos rusos por el trato dispensado si además de llenar sus estómagos y de ofrecerles el amor que su familia no les pudo transmitir porque quedan a merced de los golpistas, les colmaron de atenciones, les enseñaron una carrera y un oficio y se instalaron en la Unión Soviética con las mismas obligaciones y derechos que un ciudadano de esa nación.

Al miedo por esa situación, hay que añadir el pánico que les producía que en plena noche y antes de abandonar el puerto, un barco de las tropas facciosas, dirigido por verdaderos criminales trataba de evitar con sus disparos que unas decenas de niños se pusieran a salvo después de despedir a sus padres. Efectivamente, el buque de los asesinos era el ‘Almirante Cervera’, que tantos muertos ocasionó entre la población civil de Gijón, de uno y otro signo político.

Araceli tuvo que hacer de madre y padre de sus hermanos pequeños y responsabilizarse de su cuidado durante toda la travesía hasta que llegó a Leningrado y fue recibida con honores, cariño y buenos alimentos por las autoridades soviéticas, junto a los demás pequeños.

Ingeniera en la Unión Soviética, se trasladó a Cuba como traductora para los científicos rusos que llegaron después de la Revolución de 1959 para ayudar al pequeño país caribeño y poder librarse de los casinos de Batista y del yugo yanqui.

Cómo no iba a estar agradecida Araceli a los gobernantes soviéticos y a los ciudadanos rusos por el trato dispensado si además de llenar sus estómagos y de ofrecerles el amor que su familia no les pudo transmitir porque quedan a merced de los golpistas, les colmaron de atenciones, les enseñaron una carrera y un oficio y se instalaron en la Unión Soviética con las mismas obligaciones y derechos que un ciudadano de esa nación.

Es lógico que los niños de la guerra guardaran eterno agradecimiento a sus familias de acogida y a sus anfitriones, si gracias a ellos, comieron, estudiaron y se sintieron personas, mientras que en el país donde nacieron sus padres eran asesinados por rojos o encarcelados por profesar unas ideas que en la España de los curas y de los falangistas fueron proscritas más de cuarenta años.

Ingeniera en la Unión Soviética, se trasladó a Cuba como traductora para los científicos rusos que llegaron después de la Revolución de 1959 para ayudar al pequeño país caribeño y poder librarse de los casinos de Batista y del yugo yanqui.

Araceli fue una mujer con cierta suerte porque pudo volver a ver a sus padres, que no podían visitarla en la Unión Soviética. Gracias a Ernesto Ché Guevara, que les pagó el viaje y tramitó todo el papeleo, pudo abrazarlos en Cuba, país en el que se les permitía la entrada a los españoles. Lo contaba siempre Araceli con el agradecimiento y la admiración que sentía por el médico argentino que quiso cambiar el mundo.

“Y es que, además, era tan guapo” confesaba años después Araceli, arrebolada aún por el atractivo indudable de quien la ayudó a reencontrarse con sus padres, mientras la derecha española y algún yuppie, años después, llamaba al Ché “verdadero terrorista”. A pesar de haber cumplido ya 90 años a Araceli Ruiz Toribio todavía le encadilaba la belleza de Guevara.

Regresó una vez a España en pleno franquismo, pero fue detenida para que contara los secretos de la URSS, pero, obviamente, no dijo nada y no fue hasta 1980 cuando fijó su residencia definitivamente en su país de origen para encauzar las vidas y los proyectos de los pequeños que en 1937 habían salido de España, pero que ahora con la senectud a cuestas querían regresar.

Durante muchos años presidió la asociación de los niños de la guerra, de los que quedan aún algunos con los dedos contados y el pasado 6 de marzo, junto a la estatua que otro niño de la guerra levantó en la playa de El Arbeyal, sus familiares y amigos le rindieron un último homenaje, mientras se leía un pésame del embajador de Rusia en Madrid. Araceli Ruiz Toribio fue una niña de la guerra y ahora ya es una niña de la paz. Hechos que sí imprimen carácter.