Opinión

Por un apagón verborreico

Bastantes de quienes me conocen me tienen por persona extrovertida tirando a parlanchina, aunque yo no me veo así y creo que el malentendido puede derivarse de mi inveterada afición dipsómana y a la posibilidad de que algunos me hayan frecuentado más de noche que de día y preferiblemente achispado lo que explicaría la disparidad de percepciones. Tampoco es que haya hecho voto de silencio ni viva instalado en mutismo alguno, que para eso ya está mi amigo Fran, con el que te puedes tirar toda la noche de copas pasándolo de cine sin que de sus labios brote una frase articulada del estilo sujeto – verbo - predicado. Me considero, por tanto, de locuacidad normal.

Nos torturan con declaraciones, comunicados, ruedas de prensa, tertulias, presencia constante en radios y televisiones o con una de las grandes plagas de nuestro tiempo: las conexiones en directo y a traición al menor descuido televidente.​

Aclarado que no le hago ascos ni al silencio ni al don de la ebriedad, sí he de manifestar que considero que el diálogo está sobrevalorado. Al menos lo que ahora se conoce como tal, que para el que suscribe acostumbra a ser una mera concatenación de monólogos que no suelen conducir a ningún sitio, con los inanes discursos políticos como exponente palmario de un grado de abrasión que hace casi imposible huir de ellos. Nos torturan con declaraciones, comunicados, ruedas de prensa, tertulias, presencia constante en radios y televisiones o con una de las grandes plagas de nuestro tiempo: las conexiones en directo y a traición al menor descuido televidente.

De guaje (y también ahora) era muy aficionado a los tebeos de Lucky Luke y en ellos había un personaje secundario pero recurrente que se ganaba la vida intentado vender crecepelos con charlatanería digna de mejor causa, pero si en el ficcional Salvaje Oeste de nuestra infancia estos embaucadores solían acabar embadurnados de brea y cubiertos de plumas, en la alta política actual se les premia con jefaturas de gabinetes, direcciones generales o canonjías semejantes generosamente remuneradas.

Por eso propongo un apagón temporal del discurso político que enmudezca a los profesionales del gremio y nos permita juzgarlos únicamente por sus actos y no por su verborrea

En los tiempos que corren, donde reina la sobreinformación (sobre la calidad de la misma correremos un tupido velo), se me antojan innecesarios estos ejercicios de cansino proselitismo: los convencidos ya están ganados para la causa, a los refractarios no se les va a captar porque pescan en otros caladeros mediáticos y dubitativos ya casi no quedan porque, como he contado otras veces, este es un país de más certezas que dudas. Por eso propongo un apagón temporal del discurso político que enmudezca a los profesionales del gremio y nos permita juzgarlos únicamente por sus actos y no por su verborrea: observar donde han elegido vivir y no lo que dicen sobre la especulación inmobiliaria, ver a quienes recurren para la formación y atención médica de sus familiares y hacer caso omiso de sus manifestaciones sobre educación y sanidad pública, fiscalizar la pulcritud de sus obligaciones tributarias con la Hacienda nacional ignorando soflamas patrióticas que para algunos no parecen reñidas con el uso de paraísos fiscales… Un apagón en toda regla que haga buena la paremia bíblica de Mateo, 7:16: “Por sus frutos los conoceréis”. Y no por la brasa que nos dan. ¿No sería maravilloso?