Opinión

Esclavos del pasado

Iban a celebrarse las primeras elecciones generales el 15 de junio de 1977 y los partidos hacían campaña con todas las argucias de los políticos, incluida la emocional.

Bajó por la carretera un coche con los altavoces a tou gas cantando “La Internacional”. El paisano salió de su casa con los güeyos enrranaos, para estar seguro de que sonaba lo que estaba oyendo. Del coche musical se bajó un rapaz, y dijo aquello de: “esta vez van a ganar los nuestros”. El paisano asintió, pero de su boca no salió una palabra.

¿Quiénes eran “los suyos”? Él, que llevaba esperando 40 años a que alguien le devolviera la democracia y la libertad y que había tenido que ser Dios, el diablo o seguramente la poca competencia del marqués de Villaverde quien hiciera el trabajo; él, que cuando salió de la cárcel envejecido, enfermo y desilusionado se prometió no servir otra causa que la de asegurar el pan de su familia.

¿Quiénes eran entonces los españoles que se esforzaron por salir de la miseria y del estraperlo y que acomodaron sus ideas a cambio de paz, comida y esperanza?

¿Eran “los suyos”, los mandamases exiliados que se aburguesaron al amparo de democracias y dictaduras extranjeras y que habían vuelto antes de que el cadáver del tirano enfriara para besar la mano del rey y asegurarse un puesto en el nuevo poder?

¿O eran “los suyos”, aquellos demócratas de izquierdas y de derechas que habían asumido que nadie vendría a liberarlos, que no tenían medios ni para luchar ni para escaparse y que aprendieron a pensar en silencio y no abrir la boca más que para rezar, en un país de paseos al paredón y bajo palio? Si no eran “los suyos” ¿quiénes eran entonces los españoles que se esforzaron por salir de la miseria y del estraperlo y que acomodaron sus ideas a cambio de paz, comida y esperanza?

Uno de aquellos “nuestros”, que era más listo o más canalla que los otros, ejercía de padrino y tenía su particular bodeguita en un bar de buen comer de la costa. 

Desde la muerte de Franco, el viejo republicano solamente esperaba la libertad para hablar, votar y decidir. Sólo esperaba el reconocimiento, pero no la revancha. Jamás se le ocurrió vengarse porque, entre otras cosas, cuarenta años dan para mucho y las familias y los pueblos divididos habían trabajado duro para que la nueva generación que no había conocido el enfrentamiento civil no fuera esclava de aquel pasado culpable.

Los españoles como él, que habían vivido la guerra, la posguerra y la hambruna habían comprometido su conciencia con un futuro para sus hijos sin odios ni resentimientos. Y ahora un rapaz imberbe, agitaba el puño en el alto para reclamarse de “los nuestros”.

Tres lustros después de aquella escena, el Oriente de Asturias estaba dividido en ayuntamientos de derechas e izquierdas, con algunas baronías que se repartían el poder local y los medios con que Europa jaleaba la democracia más viva, comprometida, ejemplar y dinámica del viejo continente.

Con los mismos gestos que un dictador, el patrón quitaba y ponía, decidía por derecho histórico, porque el oportunismo no se para en contradicciones ni tiene tiempo para los detalles.

Uno de aquellos “nuestros”, que era más listo o más canalla que los otros, ejercía de padrino y tenía su particular bodeguita en un bar de buen comer de la costa.  Participé invitada a una de aquellas comidas, que eran como un cónclave. Allí se decidía, entre bocado y bocado, el reparto de los ayuntamientos, los cabezas de lista, los puestinos con enchufe o la distribución de ayudas llegadas de la administración central. Con los mismos gestos que un dictador, el patrón quitaba y ponía, decidía por derecho histórico, porque el oportunismo no se para en contradicciones ni tiene tiempo para los detalles.

Y a mí, que nací en una familia de demócratas y perdedores, se me atragantó el lenguado. Casi 20 años después de la muerte de Franco tampoco yo había conseguido distinguir a “los míos” entre tanta morralla.