Opinión

Del silencio

Filosofía Pequeña

Juan Mayorga escribe en su discurso de ingreso a la RAE un precioso elogio al silencio. Su perorata comienza con una mirada y una espera muda del que mana un acto teatral, y todo ello antes de empezar a pronunciar. Hemos de saber que en el hablar esto es fundamental: ahí, en el silencio, flirtea oculta la teatralidad del diálogo. Si no se respeta el silencio que el ritmo impone entonces no es sencillo conversar, menos lo es aun orar. Sin embargo, no se me ocurre cómo teatralizar el silencio en un escrito… quizá como Agatón, al que Platón hace hablar y hablar de la manera más bella para que Sócrates le recrimine que no ha dicho nada, que mejor haberse callado. Sea esa la mayor de las condenas para un escritor.

El silencio es como el vacío dentro del vaso, la nada que contiene la catedral. No es, pero da forma a lo que es. Es su núcleo, su entraña, y todo gravita para contenerlo y acariciarlo. Así es el discurso, un sonido que navega como puede acercándose y alejándose de la nada, en ocasiones permitiéndose un zambullido para surgir más imponente, en ocasiones ahogándose definitivamente en él… he ahí la distancia entre el orador de Cicerón y el mediocre charlatán. Timonear los silencios es la maestría de aduladores y sofistas que gobiernan las mentes débiles, pero lo es también de hombres gruesos que gobiernan vidas recias.

Cuando caminamos solos lo hacemos escuchando música, mirando pantallas o con los ojos perdidos delante de nuestros apurados pies. Fíjense un día: a pocos encontrarán absortos en su deambular. Sí, ciertamente el silencio es difícil.

Poco encontraremos más frágil que a un chico adolescente: exigido de madurez, oculta su ternura tras las más variadas máscaras que no siempre van bien abrochadas. Hoy me encontré a los chicos sujetándolas en forma de estremecimientos tensos, risas nerviosas y rigidez facial cuando menos me lo esperaba. Empezaba un vídeo con unas preciosas escenas de un bosque y un estudiado mutismo. Allí debería escucharse algo, pero el director decidió arrojar silencio y los chicos no lo soportaron. Lo solucionaron con presteza: tras los primeros momentos de zozobra llenaron el vaso con ruido, y cuando el vídeo dejó escapar a los pocos segundos un leve rumor, se callaron. La catedral se había ocupado convenientemente y ellos se relajaron.

Qué difícil es lograr el mutismo en compañía, cuánta complicidad se requiere, cuánto enredo se precisa. El que espera durante el silencio del otro no lo hace solo porque sepa en qué lugar de su intimidad se encuentra, sino porque aguardando a su vuelta sabe que podrá escuchar algo importante para lo que no hay fórmulas

No les extrañe. El silencio es difícil. Cuando caminamos en grupo conversamos, y esas conversaciones están ya regladas, son previsibles, como las fórmulas que empleamos en los funerales para decir algo cuando no hay nada que decir –evitando la nada–. Cuando caminamos solos lo hacemos escuchando música, mirando pantallas o con los ojos perdidos delante de nuestros apurados pies. Fíjense un día: a pocos encontrarán absortos en su deambular. Sí, ciertamente el silencio es difícil. Lo es porque abstrae de lo mundano, elimina semáforos y viandantes, coches y perros, y entonces retrae a lo místico, lugar de lo íntimo, antesala de lo más terrorífico: el cara a cara con uno mismo. Es ese sujeto bandido al que nada se le escapa porque nos exige honestidad. Él lo sabe, y nosotros sabemos que él lo sabe, pero nos exige decirlo, y apuramos a colocar un auricular. Ese granuja nos facilita una hoja en la que escribir nuestro auto de fe, y encendemos la pantalla. Ese canalla nos espera donde el tiempo no corre y no hay prisas, justo en la cesura de nuestro desparrame vital, y tecleamos alguna idiotez sin saber ya cómo evitarlo.

Los adolescentes son jóvenes, pero muy listos, y conscientes o no, saben que no se soportan, razón por la que fuerzan el ruido.

Allí, en el silencio, se nos demanda con justicia la honradez del que se sabe frágil y acepta que puede crecer. Sin el vacío del silencio no se puede dar el pensamiento, sea este el de la razón, sea el del perdón. Sin la cavidad del silencio no hay perspectiva para lo mundano, no hay distancia con respecto a ello… aunque este silencio lo sea junto a alguien. Qué difícil es lograr el mutismo en compañía, cuánta complicidad se requiere, cuánto enredo se precisa. El que espera durante el silencio del otro no lo hace solo porque sepa en qué lugar de su intimidad se encuentra, sino porque aguardando a su vuelta sabe que podrá escuchar algo importante para lo que no hay fórmulas. Su recompensa será un gesto de autenticidad que solo a él convidará, un poco de verdad que con él degustará.

Los adolescentes son jóvenes, pero muy listos, y conscientes o no, saben que no se soportan, razón por la que fuerzan el ruido. Ahora veo que Sócrates parece pedir la palabra, así que termino antes de ser azotado: desde este punto, quizá, el verdadero logro de un padre, de un profesor o de un amigo de los que están dispuestos a aguardar, sea lograr en nuestros jóvenes un verdadero silencio que haga de ellos, poco a poco, adultos gruesos.