Opinión

Hiroshima

Hiroshima

Mi familia formó parte de los “niños de la guerra” evacuados de Gijón, bajo las bombas, la madrugada del 23 de septiembre de 1937. Tanto en Rusia como en Ucrania se habilitaron casas de acogida para los casi tres mil niños que el gobierno de la República quiso poner a salvo de la guerra. Cuatro años después volvieron a sufrir la embestida bélica, cuando Hitler extendió hacia el este su locura. Niños y maestros salieron despedidos en nuevas evacuaciones a Los Urales, al Cáucaso o al Asia profunda. Terminó la Segunda Guerra Mundial y regresaron, principalmente a Moscú, pero su exilio en la antigua URSS prosiguió -duró veinte años- y no pudieron volver a España hasta 1956/57, muerto Stalin e interesado el general Franco en blanquear su complicidad con el nazismo.

Todo el mundo debería leer Hiroshima antes de opinar sobre Ucrania y antes de ir a votar.

Ochenta años después vuelve la guerra a Kíev, Járkov, Odesa, Jersón… ciudades que acogieron a los “niños españoles de la guerra” y que aparecen ahora todos los días en el telediario. Vladimir Putin prefiere llamar “operación militar” a la invasión de Ucrania, pero el desafío se ha cobrado ya demasiadas vidas como para tratarse de unas maniobras. Europa y la OTAN, que se presentan como si fueran lo mismo, han prometido aportar armas letales al conflicto, pero las vidas han de ponerlas los ucranianos. Al otro lado del frente, muchos soldados rusos habrán de morir también entre la “operación” del Kremlin y las armas brindadas por Occidente. En medio de todo esto, que se llama “geoestrategia”, la gente pierde la salud, el colegio, el oficio… En Ucrania, las acciones y reacciones que se suceden desalojan ya un millón de hogares. Abrazados a sus madres, los niños llevan en la cara la misma expresión de los nuestros, aquellos que zarparon del Musel o del puerto de Santurce rumbo a destinos inciertos.

Más allá de análisis complejos, la guerra es simple: destrucción y muertos por todas partes. Como en Siria, como en Afganistán, como en Irak, como ahora en Ucrania. La novedad en este modo primitivo de resolver conflictos reside en la capacidad alcanzada por las naciones -esa forma agresiva de país e intereses opacos- de borrarse mutuamente del mapa. De borrar incluso el propio mapa.

Un año después del estallido, en 1946, John Hersey escribió Hiroshima, un pequeño libro que sigue los pasos de seis personas en aquel escenario. Sin un ápice de dramatismo, el periodista coloca sobre el mostrador los productos del ingenio militar. Todo el mundo debería leer Hiroshima antes de opinar sobre Ucrania y antes de ir a votar.