Opinión

Con chikilicuatre vivíamos mejor

Ni me acuerdo de la última vez que vi el Festival de Eurovisión, pero supongo que tendría que remontarme a la preadolescencia. Eso sí, si las votaciones me pillan con una televisión cerca producen en mí un efecto casi hipnótico y la sensación de estar asistiendo a una inigualable lección de diplomacia y geopolítica. En esta desafección mía no hay ni un ápice de esnobismo y la explicación es bien sencilla: las canciones que concurren me parecen un truño y las noches de los sábados no me vienen bien como televidente porque suelo estar por ahí emborrachándome.

A mí me parece que la canción ganadora es una mierda, pero no exageradamente peor que las tan elogiadas de Tanxugueiras y Rigoberta Bandini, aunque reconozco que mi escaso criterio en esta (y cualquier otra) cuestión está muy mediatizado por el hecho de que mis gustos musicales van por otro lado

No soy, por tanto, la persona más indicada para abordar la tremenda escandalera montada a raíz del tema elegido para representarnos, dado que tampoco he visto el concurso en el que se realizaba la criba, pero a mí, como a Terencio, nada de lo humano me es ajeno, por lo que voy a meterme de cabeza en este lodazal que amenaza con socavar los cimientos patrios con la (escasa) clarividencia que me caracteriza. Mi madre, ajena a latinajos, prefiere adjudicarme la sentencia de que no hay mejor cosa que no saber de nada para hablar de todo, máxima que tertulianos y columnistas de medio pelo llevamos grabada a fuego.

Entre el prolijo argumentario esgrimido por los detractores de la canción seleccionada tres eran muy recurrentes: que la vencedora no resistía la comparación con sus dos principales contrincantes, que la letra es una bazofia ininteligible y que se habían vulnerado los más elementales principios democráticos al ningunear la votación popular priorizando la de un jurado de notables (ejem, ejem). Vamos por partes: también a mí me parece que la canción ganadora es una mierda, pero no exageradamente peor que las tan elogiadas de Tanxugueiras y Rigoberta Bandini, aunque reconozco que mi escaso criterio en esta (y cualquier otra) cuestión está muy mediatizado por el hecho de que mis gustos musicales van por otro lado (o, por decirlo con Barón Rojo, porque mi rollo es el rock). Respecto al asunto de la letra, hombre, hay que reconocer que no nos hallamos ante alta literatura, nada que ver con aquella poesía sonora a cargo de nuestra banda más internacional que cautivó a líricos y melómanos de varias generaciones con ripios del jaez de “No hay marcha en Nueva York / ni aunque lo jure Henry Ford / no hay marcha en Nueva York / y los jamones son de York”. Y lo de la democracia es simplemente irrebatible: ¿dónde se ha visto que el voto de una persona no valga lo mismo que el de otra, por muy experta (ejem, ejem) que esta sea? Ni que viviéramos en uno de esos países tercermundistas que transmiten las jefaturas del Estado por vía hereditaria, habrase visto.

Y la traca final es ver a los mismos partidos políticos que sistemáticamente desprecian todo lo que tenga que ver con cultura enzarzados instrumentalizando canciones como si de unos miserables fondos europeos se tratara. Heme aquí, tan fuera de onda como de costumbre, pensando que esto eran cosas del pasado que ya no interesaban a casi nadie y resulta que la solución la tenía, ella sí que era grande, Rocío Dúrcal: “Habrán pasado los años / pero el tiempo no ha podido / hacer que pase lo nuestro”. Lo nuestro con Eurovisión, claro.