Opinión

Libertad, preciado Don

Unas declaraciones recientes de Iglesias o Echenique (o ambos, que tampoco he prestado mucha atención y, como decía el gran Umbral, ahora no me voy a levantar a mirarlo) cuestionando la calidad de nuestra democracia han hecho que arda Troya. ¿Qué quieren que les diga, improbables lectores? Ni me sorprende que en el país de los ofendiditos se monte tal escandalera ni me parece para tanto. Es más, analizándolas en abstracto sin atender a los ejemplos que esgrimen, no las encuentro nada descabelladas.

¿Acaso debemos considerar inmaculada una democracia en la que la Jefatura del Estado es hereditaria e inviolable? ¿O una en la que la separación de poderes deja tanto que desear? ¿O una en la que determinados derechos y deberes se estiran o achican como si fuera chicle?

El detonante, claro está, ha sido el ingreso en prisión del rapero Pablo Hasél, entre la indignación (a veces vandálica) de unos y el regocijo de otros. Nada nuevo bajo el sol. Lo curioso del caso (o quizá no tanto) es que algunos de los que se indignan son los mismos que piden condenas a troche y moche por conductas semejantes cuando los agraviados son afines y algunos de los que se regocijan son los mismos que montan en cólera cuando acólitos bocazas son los que sufren el dura lex, sed lex. Y mucho me temo que quienes creemos que nadie –insisto, nadie– debe ir a la cárcel por emitir exabruptos abominables somos minoría. Con Hasél se ha insistido en su condición de cretino y sujeto deleznable, calificativos difícilmente rebatibles pero que atañen al debate tanto como si tuviera almorranas o fuera socio del Urraca de Posada. O sea, nada. Si todos los majaderos e hijos de puta que hacen ostentación verbal de serlo tuvieran que estar presos habría más población reclusa que en libertad. Es mucho más efectivo huir de ellos como de la peste, no dar pábulo a sus desvaríos e ignominias y seguir a Marco Aurelio cuando nos recuerda que “el verdadero modo de vengarse de un enemigo es no asemejársele”.

Por tanto, a mí el affaire Hasél sí me parece síntoma de mala salud democrática o, como mínimo, de ser esta manifiestamente mejorable, sin que ello implique ausencia de homologación con la mayoría de las imperantes en países vecinos, lo que no deja de tener su mérito dada nuestra historia reciente. Pero eso no nos debería servir de consuelo ni abortar ninguna de las muchas posibles mejoras susceptibles de ser llevadas a cabo, ya que nuestra democracia es perfectible no porque lo digan Iglesias o Echenique sino porque quienes debemos fortalecerla cada día preferimos mirar hacia otro lado o juzgar los hechos por la simpatía o antipatía que nos susciten sus protagonistas y no por la gravedad de los mismos, entre otras dejaciones.

¿Acaso debemos considerar inmaculada una democracia en la que la Jefatura del Estado es hereditaria e inviolable? ¿O una en la que la separación de poderes deja tanto que desear? ¿O una en la que determinados derechos y deberes se estiran o achican como si fuera chicle? Metidos en tanta laxitud interpretativa algunos apostamos porque nadie – insisto, nadie - pueda ser encarcelado por decir, escribir o cantar barbaridades. Ni los que pertenecemos a ese montón de millones de españoles fusilables ni quienes se jactan (mientras de ahí no pasen) de desear hacerlo.