Opinión

Paz

Bonito nombre, ¿verdad? Más aún en estos belicosos tiempos que nos toca padecer. Pues así se llamaba mi suegra, que nos ha dejado recientemente sin que yo sea capaz de proporcionar consuelo alguno a quien tanto la quería. En realidad, se llamaba María Paz Fernández Rodríguez y técnicamente no era mi suegra porque aunque la menor de sus hijas lleva acarreando durante más de un cuarto de siglo la dura penitencia de soportarme no hemos adornado nuestra relación con ninguna ceremonia religiosa, civil o militar ni tenemos intención de hacerlo.  

Pertenecía a esa nunca suficientemente ensalzada generación de mujeres de posguerra que se deslomaron a trabajar dentro y fuera de casa para sacar adelante a sus familias haciendo de tan encomiable empeño casi un arte. Mi compañera era la pequeña de la casa y su llegada a este mundo se debió, sin duda, a un afortunado descuido y la diferencia de edad provocó que se convirtiera en el blanco fácil de las bromas de sus hermanas y primos mayores: que si su inusual morenez se debía a que era adoptada y la habían encontrado abandonada en una caja de fruta, que los Reyes Magos le iban a traer carbón porque se había portado mal, le hacían trampas al futbolín y al Trivial… Trastadas que cualquiera que haya tenido hermanos mayores conoce bien y que obligaban a la madre a poner orden y salir en su defensa.  

En los últimos meses he visto como la cuidaba y mimaba tanto en casa como en el hospital, supongo que de una manera muy parecida a como ellas hacían cuando nosotros éramos niños.

Había también, claro, los habituales tira y afloja materno filiales: que si parecía la hija secreta de la Preysler porque siempre volvía de la compra con los productos más caros, que ya iba siendo hora de sentar la cabeza cada vez que aterrizaba por casa bien entrada la madrugada en condiciones no demasiado decorosas, que si sus manos parecían los pies de otro dada su habilidad para romper cosas o mancharse comiendo… En fin, anécdotas que todos tenemos con nuestras madres, algunas de las cuales nos incomodaron en su momento y que tanto echamos de menos cuando faltan.

Me veo tirando de torpes tópicos que, por mucha verdad que encierren, sirven de poco cuando se trata de soltar definitivamente las manos de la persona que por primera vez sostuvo las tuyas

Retornamos de Barcelona hace seis años para estar más cerca de la familia y durante todo este tiempo he sido testigo privilegiado de la ilusión con la que semana tras semana, con el inevitable parón pandémico, acudía a ver a la mamma y lo que luego me comentaba del encuentro, que solía tener que ver con incruentas discusiones políticas o gastronómicas, intendencia doméstica básica, agradables paseos a ritmo pausado y alguna regañina por su manía de avituallarse en el armario materno (siempre mejor dotado que el nuestro) y arramplar con las viandas más deseadas, noble arte en el que yo también me manejo con destreza. En los últimos meses he visto como la cuidaba y mimaba tanto en casa como en el hospital, supongo que de una manera muy parecida a como ellas hacían cuando nosotros éramos niños.

Y ahora, tras el doloroso trance de la despedida última no sé qué decirle ni cómo consolarla y me veo tirando de torpes tópicos que, por mucha verdad que encierren, sirven de poco cuando se trata de soltar definitivamente las manos de la persona que por primera vez sostuvo las tuyas. Quedan, claro, los recuerdos y a ellos nos aferramos con más voluntad que convicción, aunque a mí me resultará sencillo acordarme de mi no suegra: bastará con mirar a su hija (créanme que lo hago muy a menudo) cada día con un poco más de orgullo, admiración y amor.