Opinión

Aimée Redondo

De Vierdes me llegaban las noticias por Aimée todas las semanas, que si un argayo, que si el oso, que si una nevada histórica, que si el puente, poniendo el acento astur-leonés que le dejó en herencia su padre y que perdió de pequeña por culpa de una tuberculosis.

Catedrática de medicina, primera mujer profesor de neurocirugía con 33 años, fue un ejemplo para las decenas de doctorandos que crecieron a su sombra

Aimée Redondo, hija de Bernardino y Angustias, republicanos emigrados a Francia, nació por casualidad el mismo año en que las mujeres francesas obtenían el derecho a votar, un año antes de que se terminara la Segunda guerra mundial en la que su padre también participó para defender los intereses del país que los había acogido cuando huyeron de la guerra española. Y a pesar de ser profundamente francesa, parisina incluso, arraigada a los valores republicanos, no dejó jamás de reivindicar el derecho de ser una sajambriega como los demás, a la sombra de la Pica Ten. Aimée era francesa por nacimiento y agradecimiento, y española como muchos emigrantes, por convicción, con todo lo que eso implica, una mirada nostálgica, exagerada y tremendamente cariñosa por un país tan excelente como cainita.

Defensora de la educación para todos y la salud al alcance de todo el mundo, consagró su vida a la medicina pública, e incluso después de su jubilación estuvo años de voluntaria en Médicos del Mundo

Vivió muchas vidas Aimée, la primera la de refugiada política, hija de unos padres entregados a una causa que tuvieron durante años la maleta preparada y los pasaportes al lado de la puerta para volver a España, cuando España era un país de brisca y de vino clarete y ellos unos refugiados llenos de esperanza. La Historia es historia, y no es el momento de relatarla aquí, porque lo que hablamos se queda entre nosotras, pero aquella certeza de que quien quiere puede, que no hay que bajar los brazos nunca, que no hay que perder la esperanza, que no hay que tener rencor ni regodearse en las penas y que siempre hay que tirar “p’alante”, forjó el carácter de Aimée para siempre.

Los sajambriegos están acostumbrados a generar personajes ilustres, y es normal que acojan para siempre a uno de los médicos más brillantes del siglo XX

Fue una alumna precoz y brillante, pero sobre todo disciplinada y trabajadora, convencida que solo se sale adelante con esfuerzo. Aimée de pequeña, ávida lectora, quería ser médica trotamundos y salvar vidas en África. Pero la neurocirugía se cruzó en su camino durante sus años de internado y ya no la abandonó jamás. Mujer pionera de la neurocirugía en Francia, realizó su primera operación a los 23 años, en su segundo año de MIR, porque su jefe estaba convencido de sus capacidades. No se equivocaba y más de 40 años de carrera en el quirófano dieron razón a aquel primer patrón (como dicen aquí) y a todos los que tuvieron la suerte de tenerla en sus equipos durante años.

Catedrática de medicina, primera mujer profesor de neurocirugía con 33 años, fue un ejemplo para las decenas de doctorandos que crecieron a su sombra. Lúcida y pragmática, Aimée ascendió gracias a su tesón y su inteligencia todos los peldaños de la gloria académica y clínica pero nunca se le subieron los humos a la cabeza, sabiendo que el éxito es también una cuestión de suerte y la presunción un feo defecto.

Defensora de la educación para todos y la salud al alcance de todo el mundo, consagró su vida a la medicina pública, e incluso después de su jubilación estuvo años de voluntaria en Médicos del Mundo, cuidando gratuitamente a cientos de clandestinos huidos de la miseria, porque Aimée no prestó el juramento de Hipócrates a la ligera ni con otro fin que el de sanar enfermos, acaudalados o miserables y vinieran de donde vinieran, que las enfermedades no distinguen entre ricos y pobres.

Generosa, amiga de sus amigos, atenta, su casa fue siempre, como yo le decía, una auténtica posada de peregrinos para la diáspora española y más visitada que una estación de metro, donde siempre había gente entrando y saliendo, llegados de todas partes y de cualquier estrato de la sociedad.

Y de la vorágine parisina del hospital, de los cursos, de los viajes, de las conferencias, de las obligaciones profesionales y sociales, Aimée siempre venía a descansar a Vierdes, al pueblo. Se reencontraba con su familia, con sus raíces, paseaba, era de nuevo la hija de Bernardino el de Vierdes, sobrina de Sabino y de Carmen, una Redondo más de aquella larga familia. Conocía la geografía como nadie. Hace unas semanas mirábamos juntas el catastro y me señalaba caminos y fincas en el mapa sin dudar un instante. Si coincidíamos en las vacaciones, la visitaba siempre.

El ultimo año fue difícil, pero consiguió serenarse poniendo sus cosas en orden y se fue como vino, con lucidez, discreción y dignidad. Pidió solamente que la llevaran a Vierdes, el pueblo sajambriego que ya no tiene vecinos vivos salvo en vacaciones. El lugar donde siempre encontraba descanso, donde conseguía desconectar y recobrar serenidad, donde todo volvía a su sitio.

Los sajambriegos están acostumbrados a generar personajes ilustres, y es normal que acojan para siempre a uno de los médicos más brillantes del siglo XX. Para mí, acogerán también a la persona que dio un rumbo a mi vida de manera definitiva, a una amiga cuya ausencia me ha congelado una parte del alma y me deja sin amparo, pero ya vendré a verla mientras pueda y parafraseando a Machado que, vaya paradoja, descansa en Francia:

Con los primeros lirios

y las primeras rosas de las huertas,

en una tarde azul, subiré a Vierdes,

al alto Vierdes donde está tu tierra...

Descansa en paz

* Aimée Redondo falleció en París el 29 de enero de 2022