Opinión

A golpe de tacón

Le robo el título de este artículo a la directora Amanda Castro, autora de un corto sobre la trayectoria vital y luchadora de Anita Sirgo durante las huelgas mineras de los años 60 y que falleció recientemente ante la conmoción y las lágrimas de muchos de sus compañeros y de los ciudadanos de esta Asturias que admiró siempre a las mujeres valientes que lucharon incansablemente por sus derechos y por la mejora de las condiciones de vida de sus paisanos.

Las huelgas mineras del 62, en pleno franquismo, no se entienden sin la figura de Anita Sirgo, la hija de un desaparecido durante la posguerra y la esposa de un militante comunista y minero del pozo Fondón, pero también y sobre todo, una mujer luchadora y fuerte que se implicó de manera automática en las reivindicaciones de sus compañeros masculinos, evitando que los esquiroles rompieran la huelga y que se perdiera la tabla de exigencias básicas que reclamaban los trabajadores.

La lucha de las mujeres fue muy importante y si la huelga del 62, la popular huelgona, tuvo repercusiones positivas para el éxito del paro, su influencia fue decisiva.

Ahí nació el mito de Anita quien, junto a su compañera fallecida ya hace muchos años, Tina la de la Joecara, organizó a las mujeres de los mineros para servirles de apoyo fundamental en sus protestas. Tiró maíz a la entrada de unos pocos para significar que los que no iban a la huelga eran unos gallinas, se encerró en la Catedral de Oviedo con otras compañeras para visibilizar el conflicto con el respaldo de los sacerdotes más comprensivos de la época y concienció a los comerciantes de las comarcas donde se asentaban los pozos en paro para que fiaran a quienes iban a comprar comida, en solidaridad con los que pedían sus derechos.

A Anita Sirgo como a otras, le raparon el pelo para degradarla como mujer

La lucha de las mujeres fue muy importante y si la huelga del 62, la popular huelgona, tuvo repercusiones positivas para el éxito del paro, su influencia fue decisiva. El franquismo no pudo impedir que en muchas partes de España se conociera que los mineros asturianos desafiaban al régimen con aquellas acciones y lo que es peor, que tuviera repercusión internacional y que un importante grupo de intelectuales españoles, encabezados por Ramón Menéndez Pidal, suscribieran un escrito de apoyo a los huelguistas entre los alaridos histéricos de Manuel Fraga.

Fue tal la importancia de las huelgas mineras para la resistencia antifranquista que obligaron al régimen a dialogar. A Asturias llegó el entonces ministro secretario general del Movimiento, José Solís Ruiz, quien para congraciarse con los trabajadores lo primero que les dijo fue «vaya cojones que tenéis los mineros que me obligáis a venir aquí a negociar con vosotros». Es verdad que los huelguistas tenían muchos cojones pero, sobre todo, tenían razones y la suficiente humildad para no caer en las artimañas de “la sonrisa del régimen”.

Anita Sirgo no era solo una luchadora antifranquista y una histórica militante comunista. Fue una mujer divertida, acogedora, con una sonrisa que se trasmutaba en carcajada cuando se encontraba feliz.

Tras la victoria, llegaron las presiones policiales contra las mujeres, las detenciones, las torturas y las maniobras para evitar que, con golpes de tacón, se comunicaran de una celda a otra. A Anita Sirgo como a otras, le raparon el pelo para degradarla como mujer pero, lejos de sentirse humillada y a pesar de que los más inteligentes de los franquistas le aconsejaron que salieran a la calle con un pañuelo para tapar su cabeza pelada, la dignidad de estas luchadoras hizo que fueran por las plazas y pueblos de la cuenca minera con los signos de la ignominia policial. “Pa que vean los vecinos lo que nos hicieron”. Y lo que trataba de ser una vejación se convirtió en un acto de rebeldía.

Pero Anita Sirgo no era solo una luchadora antifranquista y una histórica militante comunista. Fue una mujer divertida, acogedora, con una sonrisa que se trasmutaba en carcajada cuando se encontraba feliz. Disfrutona como ninguna y generosa con sus amigos y sus camaradas, echaba de menos a última hora, cuando le recetaron Sintrón para sus males, «el puquiñín de vino que tomaba en les comides». Claro que esa limitación quedó rebasada con la implacabilidad de la realidad social.

Predicadora de la unidad de la izquierda, solo la vi enfadarse una vez contra alguien de Podemos que en sus horas más altas llegó a llamarla “casta”. Casta ella, que vivió toda su vida en una barriada, que vivía de una escasa pensión y que no tenía más vicio que una buena comida de cuchara regada con “un puquiñín” de vino. Y un chupitín después de una buena pitanza. No necesitaba más. Un beso al cielo de los rojos, Anita.